viernes, 29 de enero de 2010

LETRA MENUDA. MEMORIAS APÓCRIFAS Y PANEGÍRICO OCASIONAL

Cada tarde recorría las dos horas de trayecto necesarias para llegar al pueblo a lomos de un mulo ocre y viejo llamado Reñido, siempre detrás de la caballería que montaba su padre.

Pasaba ese tiempo contando los álamos que crecían junto al río Cubilar, escrutando los matorrales a la espera de ver alguna alimaña, pero sobre todo ocupaba su mente imaginando que era Julio César montando a Genitor, aquel caballo extraordinario casi con pies de hombre y pezuñas hinchadas a manera de dedos. De este modo escrutaba las lomas cercanas creyendo tener detrás de él a la décima legión, regresando victoriosa y altiva, tras derrotar a los hijos de Pompeyo en la batalla de Munda.

Eran tiempos en los que la adolescencia era ese lapsus de tiempo necesario para que un niño curta sus manos y pierda la sonrisa. Apenas llevaba un año trabajando junto a su padre, pero hacía ya mucho que dejó de teñir la rienda de grana.

Al llegar a casa sabía que le esperaba como cada tarde su hermano Salvador, en pantalón corto, para comentarle que había explicado Don Francisco en la escuela, y contarle con todo lujo de detalles la última travesura de Damián el de la Tola o los lances futbolísticos del último partido, jugado en la plaza de la ermita con una improvisada pelota de trapo. Disfrutaba viendo a su hermano, relatar aquellos asuntos cotidianos e intrascendentes de forma pausada pero entusiasta.

Salvador nunca escatimó en esfuerzos, cada tarde al ver regresar a su hermano sucio y dolorido, recordaba sus lágrimas, cuando su padre educadamente invitó a Don Francisco a salir de la casa. Fue un domingo después de misa, cuando al llegar vieron al maestro sentado frente a la lumbre; recordaba como entraron sin decir nada y se sentaron en dos sillas en una esquina de la estancia abovedada; el padre clavaba los ojos en el rostro serio de Don Francisco que gesticulaba más de lo habitual, mientras exponía la conveniencia de que su hermano continuase estudiando una vez finalizase sus estudios primarios.

“No hace falta saber nada más para ser labrador…”, “Mis hijos no van a ser médicos ni abogados, serán agricultores como yo, como fue mi padre, eso es lo que somos: agricultores”

En ese momento los dos hermanos comprendieron el alcance de aquellas palabras, nunca habían visto a su padre cambiar de opinión en nada, ni reconocer un error, ni mucho menos permitir que nadie se inmiscuyera en su vida, ni en la forma de educar a sus hijos.

Los dos se fueron esa noche, como dos condenados a muerte después de oír la sentencia, como aquellos personajes de los tebeos, que a la mañana siguiente van a ser ajusticiados; con la diferencia de que no aparecerían Roberto Alcazar o Pedrín para salvarlos en el último suspiro, porque nadie salva a los condenados a la mediocridad y la miseria; no hay peor sentencia que la que condena a la mezquindad de aquella España de alpargata y hambre.

Don Florián era el cura del pueblo, un viejo párroco ilustrado amante de la historia, de los de sotana de lana negra y tabaco de liar. Había visto algo especial en aquellos dos hermanos que siempre se quedaban después de las clases de latín, para hojear los libros de su pequeña biblioteca. En aquella habitación cuajada de libros, el párroco les descubrió las azañas de Aníbal cruzando los Alpes a lomos de sus elefantes de guerra, les explicó como Leonídas plantó cara a los Diez Mil Inmortales de Jerjes en la Batalla de las Termópilas, como el cadáver del Cid libró su última batalla atado a la montura de Babieca, quién fue Séneca o las maravillas de la Alhambra.

Los dos hermanos tenían una gran facilidad para el latín, y durante ese último año ayudaban al cura en la instrucción de los más pequeños, además de ejercer como monaguillos.

Si algo tenía de bueno la incorporación de José a los trabajos del campo, era que su padre le daba cada domingo un pequeño jornal que gastaba en otra de sus grandes pasiones, los tebeos. Los dos hermanos invertían el poco dinero del que disponían en las aventuras del guerrero del antifaz, yuki el temerario, hazañas bélicas… Con el paso de los años tenían una pequeña colección que guardaban en un viejo baúl forrado de piel que encontraron en el desván de casa de su abuela.

Cada noche antes de dormir, abrían con parsimonia el baúl, extrayendo uno de aquellos tebeos, para releerlo por veinteava o treintava vez.

Una mañana de agosto, un suceso cambió el curso de sus vidas, a la salida de la misa de doce, toda la familia hacía tiempo delante de la parroquia, esperando el momento en que empezaba la caldereta popular que se celebraba cada año, en honor a la patrona. El padre hablaba con sus hermanos sobre la cosecha de grano, la matanza del año anterior o los meses que restaban para que pariera su yegua árabe. Los dos hermanos, emulaban a Di Estéfano dando patadas a una piedra con aquellos incómodos zapatos de las grandes ocasiones.

Entre la gente Don Florián se abría paso, saludando distraído a unos y a otros. Se dirigió decidido al padre, y delante de sus hermanos, de sus vecinos y del resto del pueblo, le espetó un rosario de duras palabras que helaron su sangre.

“Cuantos darían un brazo por tener los hijos que tienes, trabajadores, inteligentes y siempre dispuestos a cumplir con su obligación”, “vergüenza me daría negarles la oportunidad de conseguir aquello que tu ni siquiera has soñado”, “no me gustaría verme en tu pellejo el día que tengas que mirar a los ojos de tus hijos y bajar la mirada de vergüenza”.

Aquello descolocó a aquel hombre huraño y soberbio, no dijo nada durante todo ese día, y tampoco durante el día siguiente. Finalmente al tercer día, se puso su gorra de paño negra y se encaminó a la parroquia, para comunicarle al cura que había decidido que el curso siguiente los dos hermanos fueran a continuar sus estudios a un internado de los Salesianos, pero que si en algún momento alguno de los dos no cumplía con los requisitos para la concesión de las becas, volvería al pueblo para ocuparse de las labores del campo y que en ese momento regresaría a la parroquia para reprocharle el haberle convencido de apartar a sus hijos del camino que él había previsto para su hijos.

Al día siguiente los dos hermanos jugaban al fútbol bajo un estival sol de justicia, en una era cercana junto a otros niños del pueblo. Escucharon el silbido característico de su tío Juan, el pequeño de los hermanos de su padre, que a lo lejos les llamaba montando su caballo negro. Los dos arrancaron a correr; el tío Juan solía darles onzas de chocolate, o un duro por cabeza en los días de feria.

“He estado esta mañana con vuestro padre, me ha dicho que el año que viene vais a estudiar en Mérida, donde los Salesianos”.

Los dos hermanos se miraron sin decir nada y bajaron corriendo por la calle de la fuente, las estrechas callejuelas devolvían cada uno de sus pasos repetidos en forma de eco. Gotas de sudor corrían por las sienes de ambos hermanos, que respiraban profundamente con una mezcla de incredulidad y felicidad.

José sabía que eso significaba dejar de ensillar las bestias al alba, de segar el trigo con aquellas hoces afiladas, de recoger aceitunas con el frío y la lluvia agarrado a los huesos, o de aquellas noches en vela durmiendo al raso con los braceros, escuchando el aullido de los lobos rompiendo el silencio. Tenía ganas de llegar a su casa confirmar la noticia y abrazar a su padre como no hacía desde unos años atrás.

Al cruzar la calle Capitán General Yagüe, sintieron un olor parecido al que deja la hojarasca al arder, una humareda negra salía del corral de su casa. Entraron en la humilde vivienda y al pasar junto a su habitación vieron el viejo baúl abierto y vacío. Una vez en el corral, vieron a su padre de espaldas, delante de una pequeña fogata donde ardía su colección de tebeos.

Los dos hermanos permanecieron inmóviles viendo como se consumía aquel amasijo de páginas entintadas. Dos lágrimas recorrieron las mejillas de Salvador, llegando a su barbilla para posteriormente precipitarse hasta chocar con el suelo empedrado del corral.

El padre pisó las cenizas y se encaminó hacia sus dos hijos, con paso firme y altivo. Al llegar a la altura de los dos hermanos les dijo de un modo rotundo:

“si vais a estudiar, no tendréis tiempo para tebeos…”

Y tocando el hombro de José le dijo:

“Ayúdame que tenemos que herrar a Reñido”

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