miércoles, 17 de febrero de 2010

LETRA MENUDA. LA CONFABULACIÓN DE LOS RAROS (A Confabulation of Freaks). Acto I: Irrupción de Slowman


Esa tarde llegó a su pequeño apartamento en el corazón del distrito financiero antes de lo habitual, abrió el envoltorio de su triangular sandwich colocándolo en un pequeño plato junto a una lata de Coca-cola. En ese preciso instante sintió una punzada aguda en su vejiga; con un acto reflejo se miró los pies y atónito descubrió que aun no se había calzado sus patines.

Inexorablemente, aquello significaba que a duras penas recorrería un par de metros antes de orinarse en los pantalones, odiaba tanto aquello, aquella lentitud…

Había pasado por infinidad de trabajos, en los que no aguantaba ni una semana, antes de decidirse por ser hombre estatua. Cada día a media mañana se subía a una caja de verduras cubierta por una tela plateada, y caracterizado de hombre plateado dedicaba la jornada a ser él mismo, inmóvil, inerte, respirando con bocanadas que duraban minutos, sintiendo como su sangre fluía dentro de él pausada y cadenciosa como si fuera gel.

Cuando apenas llevaba unos minutos junto a aquel quiosco de la calle Preciados, la gente comenzaba a maravillarse con su quietud, con su estatuario y monolítico porte, llenando en pocas horas la cáscara de coco que colocaba a sus pies.

Hacía pocos meses que decidió abandonar su pueblo natal, justo el día en que su padre le confesó que no era su hijo natural y que siendo un bebé lo encontraron desnudo e inmóvil junto a la maleza. Su madre pensó que era un muñeco y lo guardó en el zurrón junto a dos liebres que su padre había abatido aquella mañana. Hasta pasada media hora, no escucharon un llanto feroz saliendo de la bolsa de cuero, y repararon que habían recogido un niño, que a partir de aquel momento criarían como a un hijo más.

Los primeros años de su infancia fueron felices, como los de cualquier niño, pero con el paso del tiempo notó que poseía unas extrañas cualidades; en situaciones de estrés, peligro o nerviosismo, su cuerpo se ralentizaba al máximo, optimizando el consumo de energía como jamás ningún humano alcanzaría a soñar, se mimetizaba con el medio entrando en una especie de trance vegeto-catatónico hasta que la amenaza se hubiese disipado, sus movimientos se hacían suaves y pausados, escuchaba los sonidos más imperceptibles aislándose de los que le rodeaban; así cuando salía de caza con su padre, a tórtolas o perdices, en el fragor de los disparos, él solamente oía la brisa acariciar las hojas de los olmos junto al río, o las gotas de rocío resbalando entre los helechos.

Cuando contaba con ocho años de edad, se enfrascó en una disputa a pedradas junto a sus hermanos, contra unos niños ucranianos afectados de Chernobil que venían cada verano al pueblo. Uno de aquellos pequeños cosacos lanzó un canto del tamaño de una nuez, con toda la fuerza que le daba su enjuto cuerpo. El nerviosismo se apoderó de él e inició un desplazamiento lateral tratando de esquivar el proyectil, pero su musculatura se tornó lenta y rígida, desplazando su cuerpo como un buque entre los hielos de la Antártida. Vio acercarse la piedra, escuchándola girar en el aire, despidiendo en su rotación el poco barro que aún quedaba pegado a ella, para finalmente impactar en medio de su frente, tumbándole de espaldas.

Como en toda contienda infantil, aquello significó un momentáneo cese de las hostilidades, que sus hermanos aprovecharon para acercarse. Una gran brecha cruzaba su frente de lado a lado, pero no brotaba sangre de ella, en su lugar una línea de sangre se depositaba como temiendo brotar.

Aquella pedrada le dejó una generosa cicatriz, la misma que aquella mañana presidía el rostro que le devolvía el espejo, mientras se disponía a lavar el pantalón húmedo con olor a almizcle.

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